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"Nada podemos esperar sino de nosotros mismos"   SURda

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16-08-2014

Un profundo y tonto milagro

Robin Williams (1951-2014)

SURda

Cultura

ROSALBA OXANDABARAT

 

Murió el actor de los ojos muy celestes que solía encarnar personajes extremos –en su comicidad, en su patetismo, en sus apuestas–, y los medios de comunicación no han cesado de hablar de su vida privada, de sus problemas depresivos, sus adicciones superadas o no, los amigos perdidos por excesos –como John Belushi– o por mala suerte –como Christopher Reeves–. Entre todas las profesiones del mundo, la de actor es la que concita más intromisiones ajenas, que crecen en proporción directa a la popularidad del actor/actriz. Es que, encarnando a distintos personajes, ellos se han entrometido antes en nuestras vidas, son como amigos –o enemigos– que nunca conoceremos en carne y hueso pero dan un perfecto sucedáneo de eso en la pantalla, y cuando encarnan seres que por lo que sea nos impactan, se integran a la memoria afectiva de multitudes, incluso de varias generaciones.
Robin Williams fue uno de esos. Empezó en televisión, en series como The Richard Pryor Show y America 2-Night, y se hizo popular y obtuvo su primer Globo de Oro con Mork & Mindy (1978-1982), que no pocos memoriosos recuerdan. Si su estreno en el cine con Popeye (1980, Robert Altman) tuvo la misma pena y escasa gloria que una película menos apreciada de lo que hubiera correspondido, ya en El mundo según Garp (1982, George Roy Hill, sobre libro de John Irving) llamó la atención marcando un estilo actoral que crecería con los años cimentando una popularidad que vino asociada, en general, a películas pensadas y realizadas para el éxito masivo, hollywoodenses en el mas absoluto sentido de la palabra. Williams creó personajes extremos, excéntricos, ridículos, patéticos, el clown de lágrimas ocultas que salta a la pantalla disfrazado de personas especiales. Ya se tratara de un profesor transgresor que rompe en nombre de la poesía con las rígidas reglas de un severo colegio de elite (La sociedad de los poetas muertos, 1989, Peter Weir, que electrizó a los adolescentes de todo el mundo), un médico que descubre un método particular para devolver a la vida a los parapléjicos (Despertares, 1990, Penny Marshall), un divorciado que se hace pasar por niñera para estar cerca de sus hijos (Mrs Doubtfire, 1993, Chris Columbus), un adulto que es como un niño regresando de un universo paralelo (Jumanji, 1995, Joe Johnston), el robot con sentimientos de El hombre bicentenario (1999, Chris Columbus) o un redivivo presidente Roosevelt (Una noche en el museo, 2006, Shawn Levy). A esas hay que agregar otras seguras sendas del éxito, y no el éxito ligado a la superacción, todo un grueso apartado del cine industrial, sino a las teclas de la superemoción, que la industria del cine sabe explotar desde tiempos inmemoriales; y en su caso una superemoción donde un humor de factura especialmente payasesca delata un trasfondo de dolor (aseguran que Chaplin decía que el humor sólo nace del dolor). Así Robin Williams supo ser el disc-jockey que se mete en problemas al opinar sobre la guerra del título (Buenos días Vietnam, 1987, Barry Levinson), el vagabundo, santo o chiflado, que salva a Jeff Bridges en Pescador de ilusiones (1989, Terry Gilliam), el Peter Pan crecido que recupera a sus hijos y a su propia infancia en la versión de Steven Spielberg
(Hook, 1991), el médico que introduce el humor como terapia curativa (Patch Adams, 1998, Tom Shadyac), el excéntrico ginecólogo que aterroriza a la parturienta Julianne Moore (Nueve meses, 1995, Chris Columbus), el psicólogo capaz de romper las ásperas reservas del superdotado y angustiado Matt Damon (En busca del destino, 1997, Gus van Sant), el esposo amante que desde el más allá –un más allá resuelto en imponentes rasgos pictóricos– trata de salvar a su afligida esposa (Más allá de los sueños, 1998, Vincent Ward), y aun el estrafalario pero malévolo Wizard del lacrimógeno cuento de hadas August Rush (2007, Kirsten Sheridan). Todas películas que acercaron a Robin Williams al gran público, películas emotivas, en general “bien hechas”, a veces previsibles, todas apoyadas en ese carácter de “actor desplegando infinitos recursos” que conllevan siempre un algo de exceso, de estar a punto de ir más allá de, y que no pocas veces incomoda a los partidarios de una expresividad más contenida. Quizá sólo Jim Carrey y Richard Dreyfuss, que suelen bailar siempre en el borde de enseñar todo lo que pueden hacer –y pueden mucho–, se acerquen en este sentido a Robin Williams, aunque ninguno de los dos haya alcanzado en sus carreras la misma popularidad, el mismo acercamiento emotivo y continuo a amplios públicos.
Y siguió haciendo películas, el hombre –no hay que rivalizar con Wikipedia–, incluso prestando su voz para doblar animaciones, como en Aladino y Happy Feet; recibió su único Oscar como actor de reparto por En busca del destino en 1997, después de haber sido postulado por Pescador de ilusiones, por La sociedad de los poetas muertos y por Buenos días Vietnam, por la que sí obtuvo el Globo de Oro, al igual que por Mrs Doubtfire; tuvo el premio Cecil B de Mille a la trayectoria, el premio del Sindicato de Actores por La jaula de las locas (Mike Nichols, 1996) y varios Grammys por álbumes musicales. Deja su presencia en las aún por estrenar Merry Friggin' Christmas, comedia navideña dirigida por Tristan Shapeero, y la tercera entrega de Una noche en el museo, otra vez como Teddy Roosevelt, y su voz doblando a un perro en Absolutely Anything, una comedia británica donde actúan varios miembros de los Monthy Python.
Es que además de un depresivo, un actor excesivo, o quizá por todo eso, Robin Williams fue un infatigable, esforzado trabajador en lo suyo. Terry Gilliam, que lo dirigió en Pescador de ilusiones, iluminó quizá –aunque no estaba hablando de eso– las razones de su popularidad, al hablar de él tras saber la noticia de su muerte: “el tipo más asombrosamente divertido, un profundo y tonto milagro de mente y espíritu”

Fuente: http://brecha.com.uy/index.php/cultura/4265-un-profundo-y-tonto-milagro

 
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